O Novo Ecléctico

I saw her today at the reception
A glass of wine in her hand
I knew she would meet her connection
At her feet was her footloose man

No, you can't always get what you want
You can't always get what you want
You can't always get what you want
But if you try sometime you find
You get what you need

We went down to the demonstration
To get your fair share of abuse
Singing, "We're gonna vent our frustration
If we don't we're gonna blow a 50-amp fuse"

You can't always get what you want
You can't always get what you want
You can't always get what you want
But if you try sometimes well you just might find
You get what you need

I went down to the Chelsea drugstore
To get your prescription filled
I was standing in line with Mr. Jimmy
And man, did he look pretty ill
We decided that we would have a soda
My favorite flavor, cherry red
I sung my song to Mr. Jimmy
Yeah, and he said one word to me, and that was "dead"
I said to him

You can't always get what you want
You can't always get what you want
You can't always get what you want
But if you try sometimes you just might find
You get what you need

You get what you need--yeah, oh baby

I saw her today at the reception
In her glass was a bleeding man
She was practiced at the art of deception
Well I could tell by her blood-stained hands

You can't always get what you want
You can't always get what you want
You can't always get what you want
But if you try sometimes you just might find
You just might find
You get what you need

You can't always get what you want
You can't always get what you want
You can't always get what you want
But if you try sometimes you just might find
You just might find
You get what you need

Hoje deu-me uma daquelas nostalgias de passado, de tardes de Sábado a ver a sessão aventura na RTP no tempo em que ainda nem gostava de futebol. Aquela sessão cinematográfica que passava grandes coboiadas (ou as menores do Roy Rogers), filmes de capa e espada, filmes de piratas ou aventuras de Robin dos Bosques, e, de vez em quando, aqueles filmes com as grandes odisseias animais que comoviam famílias inteiras, Rin-tin-tins, Lassies e Disneys.

São mais de 500 páginas em que o autor, um dos maiores vultos da denominada história das ideias (em inglês, fiquei a sabê-lo, Intellectual History), apresenta uma história de como se fez e faz História. Analisando os grandes documentos, histórias e crónicas, descreve-se de que forma foi entendida e praticada a História, de que forma foi reproduzida ou moldada. Infelizmente, embora  de forma compreensível, a partir de metade da Idade Média, este estudo foca-se muito em documentos históricos relacionados com a Grã-Bretanha, ainda assim, depreendem-se facilmente as comparações possíveis a fazer com outras histórias de outras partes do mundo. Uma obra brilhante. Obrigado Pai Natal. 

«...eu nunca votei. Eu não acredito nos seres humanos. Não acredito na capacidade de os homens fazerem qualquer coisa socialmente boa. Só são capazes de fazer qualquer coisa segundo os seus interesses pessoais. Ou seja fascismo ou seja democracia, ou seja o que for, os homens ou aproveitam a dureza do fascismo para obrigarem os outros a fazerem aquilo que desejam, ou aproveitam a liberdade da democracia para fazerem o que podem em seu proveito.»

Rómulo de Carvalho (António Gedeão) num documentário da RTP (todas as partes disponíveis no Youtube) rodado poucas semanas antes da sua morte.

Recomendo a visualização de todo o documentário mas as declarações acima transcritas encontram-se pouco depois dos 7m30s deste excerto.

Infelizmente concordo com este grande senhor, lembra-me de uma frase de Lech Wałęsa que me marcou: "Eu sou egoísta e preguiçoso, mas fomos nós, os preguiçosos, que inventámos a bicicleta para não termos de andar a pé."

Este é um conto magnífico de Conrad Aiken ainda no domínio privado, daí que aqui apresente uma representação televisiva, narrada por Orson Welles. Não vos revelo nada sobre esta história excepto que, não sendo nem fantástica nem de terror, nem policial nem violenta, é uma das histórias mais aterradoras que jamais ouvi (li-a primeiro numa antologia de contos do autor publicada no Brasil há muitos anos).

Leiam mais contos deste autor. Valem a pena.

El jorobadito - por Roberto Arlt (retirado daqui)


Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.

Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.

Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.

Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada de personas bien nacidas.

No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.

Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades.

Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba...

Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:

–Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?...

–¿Qué se le importa?

–No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia...

–Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.

Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:

–Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene...

Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. El continuaba observando una conducta impura.

Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas.

Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.

Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.

Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.

Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:

–¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.–He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí.

De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.

En la casa de la señora X yo "hacía el novio" de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto –si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez– observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.

Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:

–¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?–Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:–¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?

¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?

Lo cual es grave, señores, muy grave.

Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta.

Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.

Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.

Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:

–Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?

Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:

–¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.

La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:

–No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.–Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:–Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad...

–No lo dudo– repliqué sonriendo ofensivamente–, no lo dudo...

–De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted...

Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:

–Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?

–¡Claro que sí!

Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:

–Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?

–No sé...

–Porque mi semblante respira la santa honradez.

Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:

–Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.

Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:

–Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.

–¿Del betún?

–Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de calzado" el último remendón de portal, y "experto en cabellos y sus derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?...

Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.

–¿Y ahora qué hace usted?

–Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes...

–No hace falta...

–¿Quiere fumar usted, caballero?

–¡Cómo no!

Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y di jo:

–Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo–dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.

Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba.

Quedóse el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:

–¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!

Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural.

Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.

Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas.

De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella.

En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.

Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.

Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí.

Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:

–Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.–O si no:– Sería conveniente, no le parece a usted, que la "nena" fuera preparando su ajuar.

Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de caballero", mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.

Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra.

Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:

–Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.

Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.

En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada.

Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida.

Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente "debe enorgullecerme de ser padre".

Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.

Y mientras la "deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas.

Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.

En esas circunstancias se me ocurrió la "idea"–idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas–y aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica.

Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:

Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.

Familiarizado, como les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.

Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:

–Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?

Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:

–¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?

–¿Cómo, mal rato?

–¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida, te presento al dromedario".

–¡Yo no la tuteo a mi novia!

–Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.

–Y eso, ¿qué tiene que ver?

–¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?

La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:

–Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.

–¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?

Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea", le respondí:

–Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?

–¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.

–Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?

Amainó el jorobadito y ya dijo:

–¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?

–¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?

–¡Rotundamente protesto, caballero!

–Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!

–¡No me ultraje!

–Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?

–¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?...

–Te daré veinte pesos.

–¿Y cuándo vamos a ir?

–Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas...

–Bueno..., présteme cinco pesos...

–Tomá diez.

A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia.

El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.

La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes.

Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:

–¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?

Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.

¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias.

No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.

El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.

Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:

–Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. –Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él.

De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:

–Aquí es.

Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:

–¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado... !

Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.

Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite una palabra, señorita?", y esta contradicción entte la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.

Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.

–Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.

–¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!

–¡A ver si te callás!

Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:

–Sentáte allí y no te muevas.

Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.

Me sentí súbitamente calmado.

–Elsa–le dije–, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Oigame: yo dudo... no sé por qué..., pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, déme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.

Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar "toda la vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:

–Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.

Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.

Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:

–Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.

Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:

–¡Retírese!

–¡Pero! ...

–¡Retírese, por favor...; váyase!...

Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:

–¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!

Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, t ieso en el cent ro de la sala, con su brac i to extend ido , vociferaba:

–¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?

Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:

–¡Calláte, Rigoletto; calláte!...

El corcovado se volvió enfático:

–¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!–Y volviéndose a Elsa, que roja de verguenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:–¡Señorita... la conmino a que me dé un beso!

E1 límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano.

¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:

–¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica! ... ¡No se acerquen!–Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.

Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.

Este, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:

–¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una verguenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!

¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.

–Lo haré meter preso...

–Usted ignora las más elementales reglas de cortesía–insistía el corcovado–. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. E1 hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.

Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:

–Caballero... yo soy...

Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.

¿Y ahora se dan cuenta por qué el hi jo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?
De "El jorobadito". 1933. Publicado también en "Cuentos Completos", Planeta 1997. ©

Óculos partidos mantêem-me afastado da blogosfera nestes últimos dias.

O Pai Natal ofereceu-me, entre outros excelentes livros (que aqui não menciono porque um dia gostaria de publicar), este que me deixa a lamber os dedos de antecipação. Desde puto, desde que na famosa arca de tesouro que descobri quando tinha cerca de 8 anos, cheia de livros, numa cave bafienta - o meu tesouro durante anos - , encontrei um livrinho da Civilização publicado nos anos 60 e intitulado "Na 3ª cruzada com Ricardo-Coração-de-Leão" e escrito por Robert N. Webb, até ter visto o notável «O reino dos céus» de Ridley Scott, o período das cruzadas sempre me fascinou.

Quase nada me escapou, desde «O talismã» de Walter Scott, à surpreendente edição portuguesa da monumental «História das Cruzadas» de Sir Steven Runciman (Livros Horizonte, 3 volumes), até aos livros da Osprey. A única coisa que me falta - quando for um editor muito rico (cof, cof...) hei-de tê-lo - é o clássico «As cruzadas» de Michaud ilustrado pelo notável Gustave Doré.

Nem é tanto a questão bélica que me interessa mas a convivência de culturas tão diferentes numa época de incultura. E também o facto de se viver numa espécie de utopia religiosa e social em que qualquer homem, de qualquer credo, poderia "crescer", tornar-se nobre, adquirir poder, independentemente da sua origem. É também um tempo em que a luta pela fé era o mote. Saber de nações e reinos que nascem, crescem e morrem pela fé é algo que sempre me impressionou.

Agora tenho nas mãos aquela que é a mais recente biografia de Balduíno IV, o rei leproso que, ainda assim, apesar de sofrer da variante mais mortíferada doença, manteve uma paz possível com Saladino, uma biografia que traz novos factos e, portanto, novas histórias a esta História. Já não sai da minha mesa de cabeçeira.

Obscenidades para uma dona-de-casa por Ignácio de Loyola Brandão (retirado daqui)

Três da tarde ainda, ficava ansiosa. Andava para lá, entrava na cozinha, preparava nescafé. Ligava televisão, desligava, abria o livro. Regava a planta já regada, girava a agenda telefônica, à procura de amiga a quem chamar. Apanhava o litro de martíni, desistia, é estranho beber sozinha às três e meia da tarde. Podem achar que você é alcoólatra. Abria gavetas, arrumava calcinhas e sutiãs arrumados. Fiscalizava as meias do marido, nenhuma precisando remendo. Jamais havia meias em mau estado, ela se esquecia que ele é neurótico por meias, ao menor sinal de esgarçamento, joga fora. Nem dá aos empregados do prédio, atira no lixo.

Quatro horas, vontade de descer, perguntar se o carteiro chegou, às vezes vem mais cedo. Por que há de vir? Melhor esperar, pode despertar desconfiança. Porteiros sempre se metem na vida dos outros, qualquer situação que não pareça normal, ficam de orelha em pé. Então, ele passará a atenção no que o carteiro está trazendo de especial para a mulher do 91 perguntar tanto, com uma cara lambida. Ah, aquela não me engana! Desistiu. Quanto tempo falta para ele chegar? Ela não gostava de coisas fora do normal, instituiu sua vida dentro de um esquema nunca desobedecido, pautara o cotidiano dentro da rotina sem sobressaltos. Senão, seria muito difícil viver. Cada vez que o trem saía da linha, era um sofrimento, ela mergulhava na depressão. Inconsolável, nem pulseiras e brincos, presentes que o marido trazia, atenuavam.

Na fossa, rondava como fera enjaulada, querendo se atirar do nono andar. Que desgraça se armaria. O que não diriam a respeito de sua vida. Iam comentar que foi por um amante. Pelo marido infiel. Encontrariam ligações com alguma mulher, o que provocava nela o maior horror. Não disseram que a desquitada do 56 descia para se encontrar com o manobrista, nos carros da garagem? Apenas por isso não se estatelava alegremente lá embaixo, acabando com tudo.

Quase cinco. E se o carteiro atrasar? Meu deus, faltam dez minutos. Quem sabe ela possa descer, dar uma olhadela na vitrine da butique da esquina, voltar como quem não quer nada, ver se a carta já chegou. O que dirá hoje? Os bicos dos teus seios saltam desses mamilos marrons procurando a minha boca enlouquecida. Ficava excitada só em pensar. A cada dia as cartas ficam mais abusadas, entronas, era alguém que escrevia bem, sabia colocar as coisas. Dia sim, dia não, o carteiro trazia o envelope amarelo, com tarja marrom, papel fino, de bom gosto. Discreto, contrastava com as frases. Que loucura, ela jamais imaginara situações assim, será que existiam? Se o marido, algum dia, tivesse proposto um décimo daquilo, teria pulado da cama, vestido a roupa e voltado para casa da mãe. Que era o único lugar para onde poderia voltar, saíra de casa para se casar. Bem, para falar a verdade, não teria voltado. Porque a mãe iria perguntar, ela teria que responder com honestidade. A mãe diria ao pai, para se desabafar. O pai, por sua vez, deixaria escapar no bar da esquina, entre amigos. E homem, sabe-se como é, é aproveitador, não deixa escapar ocasião de humilhar a mulher, desprezar, pisar em cima.

As amigas da mãe discutiriam o episódio e a condenariam. Aquelas mulheres tinham caras terríveis. Ligou outra vez a tevê, programa feminino ensinando a fazer cerâmica. Lembrou-se que uma das cartas tinha um postal com cenas da vida etrusca, uma sujeira inominável, o homem de pé atrás da mulher, aquela coisa enorme no meio das pernas dela. Como podia ser tão grande? Rasgou em mil pedaços, pôs fogo em cima do cinzeiro, jogou tudo na privada. O que pensavam que ela era? Por que mandavam tais cartas, cheias de palavras que ela não ousava pensar, preferia não conhecer, quanto mais dizer. Uma vez, o marido tinha dito, resfolegante, no seu ouvido, logo depois de casada, minha linda bocetinha. E ela esfriou completamente, ficou dois meses sem gozar.

Nem dizia gozar, usava ter prazer, atingir o orgasmo. Ficou louca da vida no chá de cozinha de uma amiga, as meninas brincando, morriam de rir quando ouviam a palavra orgasmo. Gritavam: como pode uma palavra tão feia para uma coisa tão gostosa? Que grosseria tinha sido aquele chá, a amiga nua no meio da sala, porque tinha perdido no jogo de adivinhação dos presentes. E as outras rindo e comentando tamanhos, posições, jeitos, poses, quantas vezes. Mulher, quando quer, sabe ser pior do que homem. Sim, só que conhecia muitas daquelas amigas, diziam mas não faziam, era tudo da boca para fora. A tua boca engolindo inteiro o meu cacete e o meu creme descendo pela tua garganta, para te lubrificar inteira. Que nojenta foi aquela carta, ela nem acreditava, até encontrou uma palavra engraçada, inominável. Ah, as amigas fingiam, sabia que uma delas era fria, o marido corria como louco atrás de outras, gastava todo o salário nas casas de massagens, em motéis. E aquela carta que ele tinha proposto que se encontrassem uma tarde no motel? Num quarto cheio de espelhos, para que você veja como trepo gostoso em você, enfiando meu pau bem no fundo. Perdeu completamente a vergonha, dizer isso na minha cara, que mulher casada não se sentiria pisada, desgostosa com uma linguagem destas, um desconhecido a julgá-la puta, sem nada a fazer em casa, pronta para sair rumo a motéis de beira de estrada. Para que lado ficam?

Vai ver, um dos amigos de meu marido, homem não pode ver mulher, fica excitado e é capaz de trair o amigo apenas por uma trepada. Vejam o que estou dizendo, trepada, como se fosse a coisa mais natural do mundo.

Caiu em si raciocinando se não seria alguém a mando do próprio marido, para averiguar se ela era acessível a uma cantada. Meu deus, o que digo? Fico transtornada com estas cartas que chegam religiosamente, é até pecado falar em religião, misturar com um assunto deste, escabroso. E se um dia o marido vier mais cedo para casa, apanhar uma das cartas, querer saber? Qual pode ser a reação de um homem de verdade, que se preze, ao ver que a mulher está recebendo bilhetes de um estranho? Que fala em coxas úmidas como a seiva que sai de você e que eu provoquei com meus beijos e com este pau que você suga furiosamente cada vez que nos encontramos, como ontem à noite, em pleno táxi, nem se importou com o chofer que se masturbava. Sua louca, por que está guardando as cartas no fundo daquela cesta? A cesta foi a firma que mandou num antigo natal, com frutas, vinhos, doces, champanhe. A carta dizia deixo champanhe gelada escorrer nos pêlos da tua bocetinha e tomo em baixo com aquele teu gosto bom. Porcaria, deixar champanhe escorrer pelas partes da gente. Claro, não há mal, sou mulher limpa, de banho diário, dois ou três no calor. Fresquinha, cheia de desodorante, lavanda, colônia. Coisa que sempre gostei foi cheirar bem, estar de banho tomado. Sou mulher limpa. No entanto, me pediu na carta: não se esfregue desse jeito, deixe o cheiro natural, é o teu cheiro que quero sentir, porque ele me deixa louco, pau duro. Repete essa palavra que não uso. Nem pau, nem pinto, cacete, caralho, mandioca, pica, piça, piaba, pincel, pimba, pila, careca, bilola, banana, vara, trouxa, trabuco, traíra, teca, sulapa, sarsarugo, seringa, manjuba.

Nenhuma. Expressões baixas. A ele, não se dá nenhuma denominação. Deve ser sentido, não nomeado. Tem gente que adora falar, gritar obscenidades, assim é que se excitam, aposto que procuram nos dicionários, para encontrar o maior número de palavras. Os homens são animais, não sabem curtir o amor gostoso, quieto, tranqüilo, sem gritos, o amor que cai sobre a gente como a lua em noite de junho. Assim eram os versinhos no almanaque que a farmácia deu como brinde, no dia dos namorados. Tirou o disco da Bethânia, comprou um LP só por causa de uma música, Negue. Ouvia até o disco rachar, adorava aquela frase, a boca molhada ainda marcada pelo beijo seu. Boca marcada, corpo manchado com chupadas que deixam marcas pretas na pele. Coisas de amantes. Esse homem da carta deve saber muito. Um atleta sexual. Minha amiga Marjori falou de um artista da televisão. Podia ficar quantas horas quisesse na mulher. Tirava, punha, virava, repunha, revirava, inventava, as mulheres tresloucadas por ele. Onde Marjori achou estas besteiras, ela não conhece ninguém de tevê?

Interessa é que a gente assim se diverte. Se bem que se possa divertir, sem precisar se sujeitar a certas coisas. Dessas que a mulher se vê obrigada, para contentar o marido e ele não vá procurar outras. Que diabo, mulher tem que se impor! Que pensam que somos para nos utilizarem? Como se fôssemos aparelhos de barba, com gilete descartável. Um instrumento prático para o dia-a-dia, com hora certa! Como os homens conseguem fazer barba diariamente, na mesma hora? Nunca mudam. Todos os dias raspando, os gestos eternos. É a impressão que tenho quando entro no banheiro e vejo meu marido fazendo a barba. Há quinze anos, ele começa pelo lado direito, o esquerdo, deixa o queixo para o fim, apara o bigode. Rio muito quando olho o bigode. Não posso esquecer um dia que os pelinhos do bigode me rasparam, ele estava com a cabeça entre as minhas pernas, brincando. Vinha subindo, fechei as pernas, não vou deixar fazer porcarias deste tipo. Quem pensa que sou? Os homens experimentam, se a mulher deixa, vão dizer que sou da vida. Puta, dizem puta, mas é palavra que me desagrada. E o bigode faz cócegas, ri, ele achou que eu tinha gostado, quis tentar de novo, tive de ser franca, desagradável. Ele ficou mole, inteirinho, durante mais de duas semanas nada aconteceu. O que é um alívio para a mulher. Quando não acontece é feriado, férias. Por que os homens não tiram férias coletivas? Ia ser tão bom para as mulheres, nenhum incômodo, nada de estar se sujeitando. Na carta de anteontem ele comentava o tamanho de sua língua, que tem ponta afiada e uma velocidade de não sei quantas rotações por segundo. Esse homem tem senso de humor. É importante que uma pessoa brinque, saiba fazer rir. O que ele vai fazer com uma língua a tantas mil rotações? Emprestar ao dentista para obturar dentes? Outra coisa engraçada que a carta falou, só que esta é uma outra carta, chegou no mês passado, num papel azul bonito: queria me ver de meias pretas e ligas. Ridículo, mulher nua de pé no meio do quarto, com meias pretas e ligas. Nem pelada nem vestida. E se eu pedisse a ele que ficasse de meias e ligas? Arranjava uma daquelas ligas antigas, que meu avô usava e deixava o homem pelado com meias. Igual fazer amor de chinelos. Outro dia, estava vendo o programa do Sílvio Santos, no domingo. Acho o domingo muito chato, sem ter o que fazer, as crianças vão patinar, meu marido passa a manhã nos campos de várzeas, depois almoça, cochila, e vai fazer jockeyterapia. Ligo a televisão, porque o programa Sílvio Santos tem quadros muito engraçados. Como o dos casais que respondem perguntas, mostrando que se conhecem. O Sílvio Santos perguntou aos casais se havia alguma coisa que o homem tivesse tentado fazer e a mulher não topou. Dois responderam que elas topavam tudo. Dois disseram que não, que a mulher não aceitava sugestões, nem achava legal novidade. A que não topava era morena, rosto bonito, lábio cheio e dentes brancos, sorridente, tinha cara de quem topava tudo e era exatamente a que não. A mulher franzina, de cabelos escorridos, boca murcha, abriu os olhos desse tamanho e respondeu que não havia nada que ele quisesse que ela não fizesse e a cara dele mostrava que realmente estavam numa boa. Parece que iam sair do programa e se comer.

Como se pode ir a público e falar desse jeito, sem constrangimento, com a cara lavada, deixando todo mundo saber como somos, sem nenhum respeito? Há que se ter compostura. Ouvi esta palavra a vida inteira, e por isso levo uma vida decente, não tenho do que me envergonhar, posso me olhar no espelho, sou limpa por dentro e por fora. Talvez por isso me lave tanto, para me igualar, juro que conservo a mesma pureza de menina encantada com a vida. Aliás, a vida não me desiludiu em nada. Tive pequenos aborrecimentos e problemas, nunca grandes desilusões e nenhum fracasso. Posso me considerar realizada, portanto satisfeita, sem invejas, rancores. Sou uma das mulheres que as famílias admiram neste prédio. Uma casa confortável, bem decorada, qualquer uma destas revistas de onde tiro as idéias podia vir aqui e fotografar, não faria vergonha. Nossa, cinco e meia, se não voar, meu marido chega, o carteiro entrega o envelope a ele, vai ser um sururu. Prestem atenção, veja a audácia do sujo, me escrevendo, semana passada. (Disse que faz três meses que recebo as cartas? Se disse, me desculpem, ando transtornada com elas, não sei mais o que fazer de minha vida, penso que numa hora acabo me desquitando, indo embora, não suporto esta casa, o meu marido sempre na casa de massagens e na várzea, esses filhos com patins, skates, enchendo álbuns de figurinhas e comendo como loucos.) Semana passada o maluco me escreveu: Queria te ver no sururu, ia te pôr de pé no meio do salão e enfiar minha pica dura como pedra bem no meio da tua racha melada, te fodendo muito, fazendo você gritar quero mais, quero tudo, quero que todo mundo nesta sala me enterre o cacete.

Tive vontade de rasgar tal petulância, um pavor. Sem saber o que fazer, fiquei imobilizada, me deu uma paralisia, procurei imaginar que depois de estar em pé no meio da sala recebendo um homem dentro de mim, na frente de todos, não me sobraria muito na vida. Era me atirar no fogão e ligar o gás. Entrei em pânico quando senti que as pessoas poderiam me aplaudir, gritando bravo, bravo, bis, e sairiam dizendo para todo mundo: "sabe quem fode como ninguém? A rainha das fodas?" Eu. Seria a rainha, miss, me chamariam para todas as festas. Simplesmente para me ver fodendo, não pela amizade, carinho que possam ter por mim, mas porque eu satisfaria os caprichos e as fantasias deles. Situações horrendas, humilhantes, desprezíveis para mulher que tem um bom marido, filhos na escola, uma casa num prédio excelente, dois carros.

Apanho a carta, como quem não quer nada, olho distraidamente o destinatário, agora mudou o envelope, enfio no bolso, com naturalidade, e caminho até a rua, me dirijo para os lados do supermercado, trêmula, sem poder andar direito, perna toda molhada. Fico tão ansiosa, deve ser uma doença que me molho toda, o suco desce pelas pernas, tenho medo que escorra pelas canelas e vejam. Preciso voltar, desesperada para ler a carta. O que estará dizendo hoje? Comprei puropurê, tenho dezenas de latas de puropurê. Cada vez que desço para apanhar a carta, vou ao supermercado e apanho uma lata de puropurê. O gesto é automático, nem tenho imaginação de ir para outro lado. Por que não compro ervilhas? Todo mundo adora ervilhas em casa. Se meu marido entrar na despensa e enxergar esse carregamento de puropurê vai querer saber o que significa. E quem é que sabe?

É dele mesmo, o meu querido correspondente. Confesso, o meu pavor é me sentir apaixonada por este homem que escreve cruamente. Querer sumir, fugir com ele. Se aparecer não vou agüentar, basta ele tocar este telefone e dizer: "Venha, te espero no supermercado, perto da gôndola do puropurê." Desço correndo, nem faço as malas, nem deixo bilhete. Vamos embora, levando uma garrafa de champanhe, vamos para as festas que ele conhece. Fico louca, nem sei o que digo, tudo delírio, por favor não prestem atenção, nem liguem, não quero trepar com ninguém, adoro meu marido e o que ele faz é bom, gostoso, vou usar meias pretas e ligas para ele, vai gostar, penso que vai ficar louco, o pau endurecido querendo me penetrar. Corto o envelope com a tesoura, cuidadosamente. Amo estas cartas, necessito, se elas pararem vou morrer. Não consigo ler direito na primeira vez, perco tudo, as letras embaralham, somem, vejo o papel em branco. Ouça só o que ele me diz: Te virar de costas, abrir sua bundinha dura, o buraquinho rosa, cuspir no meu pau e te enfiar de uma vez só para ouvir você gritar. Não é coisa para mulher ler, não é coisa decente que se possa falar a uma mulher como eu. Vou mostrar as cartas ao meu marido, vamos à polícia, descobrir, ele tem de parar, acabo louca, acabo mentecapta, me atiro deste nono andar. Releio para ver se está realmente escrito isso, ou se imaginei. Escrito, com todas as palavras que não gosto: pau, bundinha. Tento outra vez, as palavras estão ali, queimando. Fico deitada, lendo, relendo, inquieta, ansiosa para que a carta desapareça, ela é uma visão, não existe e, no entanto, está em minhas mãos, escrita por alguém que não me considera, me humilha, me arrasa.

Agora, escureceu totalmente, não acendo a luz, cochilo um pouco, acordo assustada. E se meu marido chega e me vê com a carta? Dobro, recoloco no envelope. Vou à despensa, jogo a carta na cesta de natal, quero tomar um banho. Hoje é sexta-feira, meu marido chega mais tarde, passa pelo clube para jogar squash. A casa fica tranqüila, peço à empregada que faça omelete, salada, o tempo inteiro é meu. Adoro as segundas, quartas e sextas, ninguém em casa, nunca sei onde estão as crianças, nem me interessa. Porque assim me deito na cama (adolescente, escrevia o meu diário deitada) e posso escrever outra carta. Colocando amanhã, ela me será entregue segunda. O carteiro das cinco traz. Começo a ficar ansiosa de manhã, esperando o momento dele chegar e imaginando o que vai ser de minha vida se parar de receber estas cartas.

O texto acima, publicado em "Os Melhores Contos de Ignácio de Loyola Brandão", seleção de Deonísio da Silva, Global Editora — São Paulo, 1997, foi eleito por Ítalo Moriconi e consta do livro "Os Cem Melhores Contos Brasileiros do Século", Editora Objetiva — Rio de Janeiro, 2000, pág. 471.

Parte do trabalho do editor é conhecer o público que existe, quais os seus gostos, quais as suas predisposições, qual a sua abertura a coisas novas.

Foi por isso que, quando há uns anos o Instituto Sueco me enviou um caixote de livros incluíndo quase todas as traduções internacionais para inglês, italiano e francês de autores suecos, tive de recusar este livro. Acabei por publicar um livro que adoro e que foi dos que mais desapercebido passou nos diversos lançamentos da Cavalo de Ferro: «A última receita» de Torgny Lindgren (desafio-vos a não gostarem). Este último não foi bem sucedido, creio, por causa da capa, cuja elaboração, na altura não pude acompanhar.

Seja como for e voltando ao Lindqvist. Um livro que nunca funcionaria em Portugal, apesar de ser brilhante. E não funcionaria porque não há referentes suficientes entre os leitores a que se destina e a realidade que retrata. Não, não falo dos ambientes gelados da Suécia. Falo de salas de musculação.

E temos de convir que se há coisa que o leitor português, o devorador de livros, não tem como referente é o body-building. Estão por exemplo a ver um caixa de óculos como eu a ler um livro do Torgny Lindgren, por exemplo, e ao mesmo tempo a fazer flexões de pernas? Impossível diriam uns, outros, poucos, sabem que até andei uns 3 meses na musculação. Mas o leitor português, o devorador de livros, não é um desportista, muito pelo contrário. É um ser que vive em cativeiro e não nos espaços livres.

O livrinho de Lindqvist (acho que, se ultrapassava as 100 páginas, era por pouco), faz uma análise ao mundo contemporâneo e ao desenvolvimento da sociedade desde tempos recônditos até ao presente momento, comparando-o não apenas com a história do body-building como com os próprios exercícios da musculação. E acreditem que é uma obra-prima. Uma que só por milagre ou erro alguma vez aparecerá em tradução portuguesa.

Nos últimos anos tenho tido diversas reuniões e trocado sobeja correspondência com alunos de mestrados e pós-graduações ligadas à tradução, edição e técnicas editoriais.

Há umas semanas fui contactado por uma aluna de um desses cursos que, mal informada, me queria colocar algumas questões sobre a área editorial da Cavalo de Ferro. Lá lhe disse que deveria contactar o Diogo para informações actuais sobre a Cavalo de Ferro, mas ainda acabámos por trocar alguns e-mails. O sonho desta jovem é vir a ser editora. Ontem, num e-mail, perguntou-me quais eram os requisitos esenciais do editor moderno.

Não foi uma resposta fácil, tanto que só a enviei hoje de manhã e, claro, a minha resposta, limita-se à área da ficção e não-ficção generalista pois são as que domino. A verdade é que acabei por ter de repensar muita coisa a ponto de conseguir uma resposta que estivesse acima das muitas variáveis que esta questão poderá colocar, nomeadamente: se se está a falar de um editor numa pequena editora ou num grande grupo. Se se fala de um editor mais focalizado para a literatura estrangeira ou nacional e isto para não falar de variações orçamentais, condicionantes ideológicas da editora e uma série de outras problemáticas quotidianas.

Assim eu resumiria as características essenciais do editor moderno a:

- Flexibilidade/Adaptabilidade
- Conhecimentos e recolha de informações
- Capacidades de RP


FLEXIBILIDADE/ADAPTABILIDADE

O editor moderno tem de ser muito flexível, tem de ser capaz de adaptar as suas ideias e conhecimentos às diferentes situações da editora onde trabalha e às diferentes necessidades da mesma. Independentemente de se trabalha numa grande ou pequena editora, o editor tem de estar preparado para ir buscar outros produtos, caso de tal haja necessidade. Esta questão prende-se com a própria mutabilidade do mercado e dos gostos/modas da literatura e dos leitores. A capacidade de adaptação e a capacidade de manter o rendimento a trabalhar com diversos géneros/tipos de livros é essencial. mas também é preciso que o editor tenha a sua personalidade e os seus objectivos. Senão não deixa a sua marca como editor e isso é o sinal de não se estar perante um editor, mas sim perante um mero executante de livros. O editor moderno, independentemente das exigências supra-hierárquicas ou externas, tem de saber adaptar essas exigências aos seus desígnios e princípios enquanto editor.

ELEVADOS CONHECIMENTOS E CAPACIDADE DE RECOLHA ABRANGENTE DE INFORMAÇÃO

Nos tempos que correm o editor necessita de ser uma pessoa de grande cultura geral. Só assim poderá perceber rapidamente o público, as modas, as necessidades e ser capaz de actuar em diversos sectores, géneros ou áreas. Só assim poderá antecipar as diversas cambiantes de mercado. E já que se falou em rapidez, nesta época das novas tecnologias, um dos atributos essenciais do editor tem de ser a velocidade com que consegue apreender informação abrangente quanto ao seu mercado e quanto aos mercados estrangeiros - isto mesmo que só trabalhe com autores nacionais. O mercado editorial português segue o que vem de lá de fora. Se o editor português consegue antecipar essas modas, consegue preparar dentro daquilo que são os seus princípios e objectivos enquanto editor, então estará à altura do mercado perante o qual quer ter uma acção efectiva.

CAPACIDADES DE RELAÇÕES PÚBLICAS

O editor moderno, mesmo que seja o editor de secretária e não o editor vedeta, tem de estar pronto para intervir na promoção das obras. Tem de ter uma palavra para todos quantos o contactam, mesmo que pelos motivos mais absurdos. Se assim não for, ele, em si, é um recurso parcialmente falhado. Numa época e num país onde todos quantos trabalham no sector do livro devem estar concentrados numa única tarefa: ganhar novos públicos para o livro; um editor que não comunica está a falhar uma hipótese de leitor, mas mais: está também a falhar na imagem de marketing essencial do seu próprio trabalho. Assim, o editor deve estar sempre presente para responder aos pedidos directos que lhe façam. Mesmo que seja para informar que não tem tempo para os satisfazer.

No processo de elaboração do livro, o editor deve ter disponibilidade para acompanhar todas as áreas. Afinal, foi ele que escolheu o livro X para publicação. É, portanto, ele que tem uma noção dos públicos que pretende atingir. É, também ele, que deve fazer os contactos principais com os órgãos de imprensa mais importantes. O editor modernos já não se deve restringir ao mero trabalho de por o livro cá para fora. Pelo seu conhecimento do mercado, da crítica e dos leitores (seus gostos e modas literárias), deve ser um coordenador do trabalho em torno do livro desde a primeira ideia de o publicar, até às convulsões da sua vida comercial.

Conclusão:

O editor moderno deve ser um editor todo-terreno. Deve ser capaz de trabalhar com orçamentos e ter conhecimentos, pelo menos, de base, a nível económico e financeiro para saber se um livro é editável ou se é comercialmente não-viável. Ao mesmo tempo, tem de conhecer o mercado em todos os seus pontos, a juzante e montante da sua posição. Tem de estar atento às necessidades da empresa onde trabalha, bem como às necessidades dos seus fornecedores, e dos seus clientes, os livreiros e os leitores.

O editor não deve enganar-se: o seu público primeiro são os livreiros. Se os livreiros acreditarem num livro dificilmente este será um fracasso.

O trabalho do editor está em conhecer. Conhecer o que pretende publicar e conhecer o meio onde o vai lançar comercialmente.

O grande trunfo do editor é a sua capacidade de agir rapidamente e esse deve ser um ponto pelo qual tem de lutar com as suas chefias. Para além, claro, de ter definidos os seus propósitos e princípios dos quais nunca deverá abdicar. Neste ponto reside boa parte do trabalho criativo do editor; em saber adaptar, com base nesses seus princípios e propósitos, os produtos mais diversos.

Inerentemente, no meio de tantas tarefas e responsabilidades, o editor tem de ser um bom construtor de equipas pois é essencial que delegue funções.

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Certamente que há muito para além disto. Eu próprio não estou totalmente satisfeito com a resposta por isso, mandem-me opiniões, sugestõese críticas s.f.f.

«(...) o medo começa nos lares, e dos lares passa para a igreja, e da igreja passa para as universidades, e destas para as redações, e daí para o romance, para o teatro, para o cinema. Fomos nós que fabricamos a “Razão da Idade”. Somos autores da impostura e, por medo adquirido, aceitamos a impostura como a verdade total.»

São duas novelas desse monstro até há pouco desconhecido entre nós das letras nipónicas. Ambas as histórias refletem o fascínio que Tanizaki nunca escondeu sobre o passado dourado do Japão e a vida de corte. A primeira novela, para mim a melhor, é um brilhante estudo psicológico de um evento dramático do passado que afecta e condiciona o futuro de vários personagens.

Infelizmente, e mais uma vez, tenho de chamar a atenção para a tradução que em si não é má mas segue, infelizmente uma outra tradução pouco feliz. A tradução portuguesa procura tapar algumas pontas soltas deixadas pela tradução da qual partiu e assim perde-se duplamente. Ainda assim um grande-pequeno livro.


É a primeira em Portugal feita de raíz entre nós (e por quem). O livro em si e como objecto é lindíssimo mas a obra em si é um documento imprescindível. Vale, realmente, a pena conhecer estas histórias do jazz que são sempre iguais. E, de facto, enquanto lemos é como se ouvíssemos a voz de José Duarte.

O único defeito do livro fica claro: deveria ser maior, eterno.


Conheci a Alexandra já há alguns anos, ela chegou mesmo a apresentar o livro «A voz secreta das mulheres afegãs» de Said Bahodine Majrouh com a brilhante tradução de Ana Hatherly. Nessa apresentação, numa FNAC, já Alexandra Lucas Coelho deixava antever o fascínio tremendo que as suas visitas ao território tinham gravado. Já contava histórias que mereciam estar em livro. Apenas estranhei como demorou tanto tempo. Espero que seja o primeiro de muitos porque acho que a Alexandra tem mesmo talento para a escrita. Um dia gostaria de estar numa editora e desafiá-la para escrever um romance.

NOTAS aos livros do ano:

Agora que estamos no fim, volto ao princípio, quando mencionei que esta lista tinha um conjunto de condicionantes. Essas condicionantes são claras: não li nem "esmiuçei" muitos dos livros publicados este ano - e recuso-me a falar de livros por aproximação e estimativa (ou sequer por fama, senão teria recomendado o Bolaño); noutros casos, por motivos profissionais, não vou abordar - não faria sentido estar a falar de livros da Cavalo de Ferro que estão ainda a sair mas cuja decisão foi, também, minha - e assim sucederá também ao longo do próximo ano. Ficaram também alguns livros ainda por ler mas para os quais não houve tempo.

Só agora ouvi a famosa resposta de Carlos Horta e Costa sobre as acusações de desvio de dinheiro no caso CTT e que foram algo do género Não estou preocupado. O Ministério Público acusa-me de desviar 3 milhões quando sob a minha administração os CTT tiveram mais de cento e tal milhões de lucro.

Preciso mesmo de saber quanto custa contratar um "terrorista-de-duomo-de-ferro".

Quando sai da Cavalo de Ferro, tinha clara consciência da dificuldade de encontrar emprego nesta área da edição. Sabia que o momento ainda mais difícil era pela crise global e pelo regime de concentração empresarial que se vive. Ainda assim, tinha alguma esperança de que o trabalho que desenvolvi na Cavalo de Ferro me abrisse algumas portas e pudesse apresentar algumas ideias e defender aquilo que pretenderia fazer em termos editoriais.

A verdade é que falei com muita gente. Fui a muitas entrevistas, foram-me pedidos vários planos editoriais (algo que eu não gosto muito de dar uma vez que no passado já tive amargos de boca com situações similares). Confesso que tinha alguma esperança de sair da ronda das pequenas editoras. Sei que é difícil (tanto ou mais) trabalhar nas grandes mas agradava-me ter, pelo menos, desafios diferentes e, por uma vez na vida, não estar condicionado nas apostas mais ambiciosas, pelas restricções financeiras inerentes aos pequenos projectos.

Claro que o problema pode ser meu, posso ser eu que estou a ver de forma muito estranha o futuro da edição em Portugal e toda a gente ter ideias muito diferentes das minhas, mas isso não justifica a falta de elegância e de respeito que tenho sentido na fase seguinte a quase todas as entrevistas.

Estou mesmo muito desiludido com o meio editorial português, porque esperava que houvesse um entendimento mais claro daquilo para que todos deveríamos estar unidos: ganhar novos públicos leitores e garantir o futuro do sector independentemente da forma de suporte que as próximas décadas tragam. O que conheci foi muita gente agarrada ao imediatismo do seu umbigo e também percebi que, pelo facto de ter desempenhado o meu trabalho sempre sem dar muito nas vistas, era e sou visto como "editor menor". Muito menos consegui fazer perceber às pessoas que, apesar de ter trabalhado na cavalo de Ferro que teve sempre a etiqueta de editora de elites culturais, não quer dizer que não possa fazer outras coisas e trabalhar com igual ou maior sucesso noutras áreas da edição. Ainda assim parece que estou categorizado e selado.

Por isso desculpem o desabafo. Ainda ontem tinha escrito aqui um texto simples sobre o porquê de sempre ter querido ser editor. Hoje - e a vida tem destas coisas - houve mais alguns eventos que me provam que não vale a pena querer ser editor. Que não vale a pena sonhar com apresentar boa literatura ou sequer fazer um trabalho editorial sério (independentemente do que se publica). Somos um país satisfeito com a mediocridade. Fico ao menos feliz de ter feito o que fiz na Cavalo de Ferro e ainda nalguns outros sítios por onde passei, mas gostaria de poder fazer mais.

Se souberem de alguma coisa, passem a palavra. O autor deste blogue precisa de ganhar dinheiro de forma honesta e já nem se preocupa muito se é a trabalhar na edição ou não.

ACTUALIZAÇÃO:

O que foi escrito acima, foi escrito a quente. Não discordo de nada do que disse mas percebo que possam ler do que escrevi que me considero uma espécie de editor-superherói capaz de salvar a edição portuguesa da ruína. Nada disso, aliás acho que, cada vez mais, apesar de tudo, se tem vindo a publicar melhor em Portugal. Aquilo contra o que insurgi foi contra casos específicos de pessoas e discursos que tive de ouvir nos últimos meses e que culminaram hoje com mais uma situação ridícula.  Quando menciono falta de elegância e de respeito, éo ponto principal. Quanto aos argumentos que foram usados contra os pontos que eu defendo foram gerralmente de uma tacanhez e falta de visão futura que me assusta porque vinda de pessoas com poder nas suas empresas e no meio. Claro que houve boas excepções mas mesmo essas não tiveram seguimento. Provavelmente amanhã acordo outra vez esperançado e apago este post.

Acho que já escrevi antes algures mas, com a cimeira de Copenhaga a decorrer, acho por bem voltar a dizê-lo. Já repararam que uma das coisas mais globalizadas (em todos os sentidos) dos dias que correm são os movimentos anti-globalização?

Estou apavorado. Isto é muito pior do que imaginar a minha própria morte, soterrado por livros, como aconteceu ontem, pela 1h.38m, depois de ver as estantes do "escritório" abanar violentamente. A comunidade literário-bloguista descobriu que eu tinha um blogue. E passou a palavra!

Antes de mais, estou agora impossibilitado de continuar a dar grandes erros ortográficos e outros (e eu que gosto de nunca ler o que escrevo, e escrever depressa!). Em segundo lugar disseram que eu vou escrever sobre livros! É natural que o faça, mas a verdadinha é que nunca gostei de escrever sobre livros (até gosto pouco de falar sobre eles). É uma coisa difícil de explicar. Uma coisa entre mim e eles. Vem desde que, aos 8 ou 9 anos, descobri, numa cave bafienta (miuto, muito bafienta), atrás de uma porta escondida por caixotes, numa antiga casa-da-caldeira da casa onde viviam os meus avós paternos, no Porto, uma arca. Uma daquelas arcas enormes e antigas pelas quais o Barbanegra teria morto e morrido. Nessa arca, ferrujenta e bafienta, também ela, estavam "escondidos" quilos e quilos de livros e revistas de banda desenhada de tempos idos, que tinham pertencido a tios, tios-avós e outros graus de família que nem sei nomear.

Ora isso, aliado ao facto de o meu avô materno ser um fabuloso contador de histórias que, alegadamente, tinha lido em livros (só muitos anos mais tarde percebi que ele pegava em histórias aqui e ali - também em livros, que era um grande leitor - e adaptava às aventuras os personagens que criara para me entreter), fez com que, em pouco tempo e menos visitas ao Porto ainda, fossem dar comigo a recortar as páginas das revistas de BD onde figuravam as histórias de que eu gostava, colando-as em folhas brancas e criando revistas a meu gosto (claro que hoje me arrepio com o que na altura estraguei).

Pouco tempo depois, os meus pais tremiam sempre que alguém perguntava o que eu queria ser quando fosse adulto (grande era difícil, porque eu sempre fui alto), "EDITOR".

Mas se essa foi a minha profissão de escolha e a minha formação em Línguas e Literaturas Modernas, uma coisa percebi cedo: eu não gostava de falar ou escrever sobre livros. Gostava de os dar a ler. Acho que há demasiado de pessoal entre o Editor e o Livro para poder ser expresso sem o devido grau de hermetismo próprio de relações "pessoais" muito próximas, quase familiares. Mais tarde aprendi que isso era justificado dentro da corrente da Teoria de Literatura que dá pelo nome de Estética da Recepção. Mas aqui aplicada ao Editor num trajecto inverso ao que geralmente leva a que se aplique ao leitor.

Pois, se criei este blogue, foi com a intenção de matar o tempo enquanto esgoto o prazo que me dei para arranjar emprego como editor antes de ir trabalhar para a Pizza Hut. Outro projecto mais sério foi o blogue musical que criei, esse sim pensado há muito tempo e com alguns ensaios práticos. E isto porque gosto de ouvir música enquanto leio. Agora tenho de viver com esta responsabilidade em cima das costas, qual Atlas a mirar desconfiado o tubo de Ozonol...

Normalmente a esta hora estaria a ler, rever provas ou investigar novos autores. Mas, neste momento de indefinição profissional, dei por mim a fazer uma coisa que não faço quase nunca: ligar a televisão (e nem se quer para ver um dvd, mesmo a televisão). Foi assim que, depois de uma ronda pelos quase 200 canais que a Zon disponibiliza, acabei por preencher uma grande lacuna na minha cultura desportiva. E queria partilhar convosco aquilo que o Eurospot 2 me ofereceu. Já ouviram falar de "Speed Stacking"?